La habitación estaba a oscuras y apestaba a sudor. Había montones de ropa esparcidos por el suelo, dos ceniceros repletos de colillas y algunas latas de cerveza vacías. También había un armario sin puertas, una mesita de madera y una ventana con cartones en lugar de cristales.
Bajo la ventana había una cama y sobre la cama dormían un hombre y una mujer. Las sábanas estaban sucias y desordenadas. Los cuerpos eran pálidos y deformes, hinchados y repletos de arrugas y de granos. Dos moscas copulaban sobre el plástico de un paquete de tabaco mientras en la calle continuaba lloviendo desde hacía tres días.
El hombre abrió los ojos y pensó en la muerte. Olfateó su propio aliento y sintió nauseas. Miró a la mujer que había estado durmiendo a su lado y pensó en estrangularla, pero no lo hizo. En lugar de eso se incorporó y se quedó sentado en la cama. Apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza sobre las manos. Miró hacia el suelo y pudo ver una mancha de cerveza reseca y pringosa, unas bragas amarillentas y arrugadas, restos de barro y una colilla. Esas eran las cosas que daban forma a su vida. Llenó de aire los pulmones, levantó la vista hacia el frente, se pasó una mano por la nuca y se puso en pie.
Casi todos los días se despertaba con resaca. Algunas veces estaba tan hecho polvo que ni tan siquiera podía pensar. Tenía cuarenta y dos años y no trabajaba. La mujer que había en la cama tenía cincuenta y nueve años y era pensionista. Viuda de un fontanero. Era vieja pero sólo pensaba en follar. Le faltaba un buen puñado de dientes y sus tetas colgaban como dos botas de vino vacías. No se puede decir que juntos fueran felices, pero se las apañaban, más o menos. El fontanero muerto los mantenía vivos.
El hombre fue hasta el cuarto de baño, se sacó la polla y se puso a mear. Le dieron arcadas pero no vomitó. Luego salió hasta la cocina y buscó algo para comer. En la despensa había un trozo de pan duro, una caja de galletas con manchas de humedad y algunas latas de conserva: mejillones en escabeche, callos a la madrileña, albóndigas en salsa y fabada asturiana. Cogió la lata de fabada, un abrelatas y una cuchara. Se sentó a la mesa, colocó la cuchara a un lado y abrió la lata. Se asomó a su interior pero allí sólo había un puñado de piedras. Metió la cuchara, movió las piedras y se puso a rebuscar, pero no encontró nada más que eso. Ni rastro de la fabada. Entonces vació la lata sobre la mesa, fue hasta el grifo de la cocina, la llenó de agua y se la bebió de un solo trago.
Después se dio la vuelta, volvió a la habitación y se metió de nuevo en la cama. La mujer ya se había despertado. Él se tumbó boca arriba. Ella le bajó los calzoncillos y se metió la polla en la boca. Se la chupó durante un buen rato y después follaron hasta volver a quedarse dormidos.
agobiante...
ResponderEliminarBueno, pienso que la literatura debe transmitir cosas al lector. Sentimientos, emociones, sensaciones, imágenes... Si, en tu caso, mi relato te ha transmitido "agobio", bienvenido sea. No era esa mi intención, pero... creo que puede estar bien. Gracias.
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