Tarde de invierno en París. Años veinte del Siglo XX. Hacía frío y las calles estaban mojadas. Había restos de nieve en las aceras, bajo las ventanas de las casas y tras los cubos de basura.
El joven Ernest Miller caminaba junto a su hijo, el pequeño Bumby, bajo el cielo gris de aquella gélida tarde. En una mano llevaba una caja de madera, un palo y un trozo de cuerda. Con la otra mano sujetaba al niño. Ernest era grande y fuerte. Bumby era pequeño y listo como los ratones. A Ernest le dolía la cabeza por los golpes recibidos la noche anterior en el gimnasio de Saint Germain des Prés, donde había ganado algunas monedas haciendo de sparring para tres boxeadores semiprofesionales. Bumby, en cambio, sólo sentía un poco de frío en la nariz y muchas ganas de que su padre le enseñara a hacer todas aquellas cosas que le había prometido durante la noche.
Caminaron una media hora hasta llegar a los Jardines de Luxemburgo. Se acercaron a un vendedor ambulante y compraron un poco de maíz y un poco de trigo. Pagaron y se adentraron en el parque. Árboles, flores, arbustos, fuentes heladas y esculturas de reinas que casi nadie conocía. Apenas unas pocas sombras humanas se movían por allí, despacio y en silencio. Ernest y Bumby se abrieron paso entre los árboles.
–Por aquí, hijo. Vamos a buscar el mejor sitio…
Pisaron algunos charcos, un poco de barro, nieve y hojas secas. Llegaron hasta un gran claro en la arboleda. Ernest miró a su alrededor y asintió con la cabeza.
–¡Aquí lo vamos a hacer! ¿Estás preparado, hijo?
–¡Sí!
Ernest se situó en el centro del claro. Puso la caja en el suelo y ató el trozo de cuerda al palo. Se agachó sobre la hierba y dejó allí el maíz y el trigo. Cubrió las semillas con la caja, levantó uno de sus lados y lo apoyó en el palo para mantener la estructura en esa posición. Agarró la punta de la cuerda y caminó hasta unos arbustos.
–Ahora tienes que estar en silencio. Tendremos que esperar un rato hasta que pique alguna…
Se sentaron sobre unas piedras y esperaron. Parecían dos pescadores. No tardaron mucho en aparecer las primeras presas. Llegaban agitando las alas, caminando con la cabeza erguida, observándolo todo con sus ojos de gran pez moribundo. Comenzaron a picar los granos que había esparcidos alrededor de la caja. Procuraban no acercarse demasiado. Parecían saber lo que les esperaba. Pero cuando ya se habían comido todo lo que había alrededor, su golosina las empujó hasta el montoncito que había debajo del cajón y… ¡zas! Ernest tiró con fuerza de la cuerda, el palo se movió y la caja cayó sobre una de las palomas. El animal quedó atrapado y Bumby empezó a dar palmas y saltos de alegría. Ernest se acercó hasta la caja. Introdujo su mano por debajo y agarró al animal.
–Mira hijo, hay que hacerlo así. Tiene que ser rápido para que el animal no sufra demasiado… Con una mano la coges por el cuello y con la otra sujetas su cuerpo. Con fuerza. Cuando la tengas bien agarrada, giras su cabeza hasta darle una vuelta casi entera.
Sonó un chasquido…
–¿Ves? Ya está.
El animal cerró los ojos, dejó de respirar y su corazón se paró de golpe. Ernest ofreció el cuerpo a Bumby. El niño cogió a la paloma muerta con sus pequeñas manos y la apoyó sobre su pecho. La miró y pensó que, tal vez, no era aquello lo que realmente había esperado ver. Aún así, seguía estando contento y con ganas de aprender más cosas.
–Ahora cogeremos otras dos…
Repitieron la operación. Atraparon a otras dos y regresaron a casa.
Llegaron al edificio y atravesaron el portal. Treparon por las escaleras de su humilde piso hasta alcanzar la puerta. La abrieron y entraron. La mujer, madre y esposa, estaba sentada junto a una ventana.
–¡Mira lo que te hemos traído!
Ernest mostró las tres palomas a su mujer.
–Pero, ¿de dónde habéis sacado eso?
–Lo hemos cazado entre tu hijo y yo, ¿verdad que sí, Bumby?
El niño miró a su madre, se llevó las manos a la cabeza y sonrió.
–Y ahora vamos a cocinarlas…
Ernest y Bumby entraron en la cocina. Ernest calentó agua en una olla, metió dentro a las palomas y se sirvió un vaso de vino tinto.
–Hay que esperar a que la piel y las plumas se pongan blandas. Después las sacaremos del agua y tú me ayudarás a desplumarlas hasta que queden tan peladas como una naranja.
Ernest dejó el vaso sobre la mesa y se sentó en una de las sillas. Mientras los sabores y los aromas de la Rioja bajaban por su garganta, puso al niño sobre sus rodillas y dejó que su consciencia se mezclara con sus sueños. Pensó que algún día, tal vez, llegaría a ser escritor. Sus relatos serían reconocidos por la crítica internacional y sus obras se traducirían a todos los idiomas. Algún día, tal vez, se convertiría en una figura imprescindible de la literatura universal. Escribiría grandes novelas y se ganaría un hueco entre los mejores. Quizá nunca ganaría el Premio Pulitzer o el Nobel por escribir un cuento sobre pescadores cubanos o por toda una vida dedicada a las letras, pero eso, en aquel momento, no le importaba. Era feliz en París. Es más: todo aquello, en ocasiones, le parecía una fiesta… Tenía una máquina de escribir, un buen puñado de ideas y un nombre interesante: Ernest Miller Hemingway. No había duda de que aquel era un nombre de escritor.
Sacó a las palomas de la olla y las introdujo en agua fría.
–Venga, vamos a pelarlas. Después les cortaremos la cabeza, les sacaremos las entrañas y prepararemos un estofado que no vas a olvidar en toda tu vida.
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