lunes, 9 de mayo de 2016

UNAI



Hoy me he despertado pensando en una de esas cosas que uno piensa cuando no duerme ni bien ni suficiente: “la realidad es, en última instancia, una construcción lingüística”, me he dicho, “de modo que prepararé café y meditaré sobre ello”.



He tardado treinta y seis años en darme cuenta de algo que ahora me parece una obviedad. Sabiduría popular en estado puro. El lenguaje es una gran fábrica de mundos extraordinarios… por eso las palabras, ahora y siempre, son tan importantes. En mi caso, el nominalismo ha llegado mucho antes que el milenarismo.



Hasta hace tan sólo unos meses, todos los días subía y bajaba las “escaleras” de casa sin fijarme mucho en los detalles. Ahora todo ha cambiado y los detalles llenan el paisaje. Para empezar, ya no subo o bajo por las “escaleras” sino que lo hago por la “calala”. En ambos casos, antes y ahora, llegaba al mismo sitio, pero el camino y las personas que lo recorren son muy distintos… Tan sencillo como cambiar una palabra y ver cómo todo se transforma con ella. La realidad se construye cuando la nombramos.



Otra de las cosas que han cambiado durante los últimos meses son mis despertares. Antes, una de las primeras cosas que hacía por las mañanas era ponerme los “calcetines”, vestirme, asearme y desayunar. Ahora me pongo unos “cotes” y, creedme, la sensación es muy distinta. No sólo dan un calor diferente sino que también lo pintan todo de un color muy distinto. Hasta cambian los sabores, cuando llevas “cotes” donde antes llevabas “calcetines”.   



Hablando de sabores, ¿sabéis cómo ha cambiado el sabor de las “patatas” desde que las llamo “papatas”? ¡Es increíble! Sabor, textura, palabras… “papatas”.



Lo mismo me pasa con los yogures o con la fruta. He descubierto una palabra cuya polisemia es capaz de abarcar un abanico casi infinito de sabores: “cocos”. Pocas veces la metafísica ha alcanzado una categoría donde entren tantos estados del ser. Cualquier yogur puede ser de “cocos”, no importa que sea natural, de fresa o de limón. Todo eso es secundario. Y cuando bajo a la frutería a comprar naranjas, peras, plátanos, manzanas o mandarinas, lo que realmente estoy haciendo es ir a por “cocos”. Las diferencias que hace el frutero a la hora de pesar y cobrar la fruta tan sólo son una ficción fruto de esta sociedad enferma que pone unos límites tan estrechos a nuestra mente.  



Otra polisemia que he descubierto recientemente es la de la palabra “cose”, que vale tanto para referirse a “coche” como a cualquier otra “cosa” indeterminada. Y qué decir de la palabra “quesé”, que originariamente significaba “queso” y, aunque parezca increíble, también vale para “coche”.



La “lavadora” no sólo ha cambiado de nombre sino también de función: ahora se llama “lalala” y sirve para guardar en su interior cualquier cosa, sobre todo “papatas” pero también latas de cerveza, cucharas o “cocos”.



Cuando no hay ninguna diferencia entre una “pelota” y una “pilé”, entre ambas palabras cabe toda una galaxia de fascinante inocencia y fantasía…



“Sus”, “tete”, “pepé”, “pipe”, “elo”, “yaya”, “peses”, “nops”, “sis”, “pan”, “cucu”, “can” y “pako”, por ejemplo, son otras de las muchas palabras que últimamente dan forma a mi mundo. Un mundo que nunca antes había imaginado. Un mundo donde un “globo” puede ser un “golo” y lo lógico es llamar “cunis” a las ceras de colores.  



¡Ah, y lo más importante de todo! Ya no soy del “Athletic”: ahora mi equipo es el “Athletos”. El himno suena igual y su escudo es el mismo, pero… ¡la diferencia salta a la vista!



Así de volátil es la realidad. Tan efímera como una palabra y tan inmaterial como una idea. Y así de transformado está mi mundo desde que he aprendido a llamar a las cosas por tu nombre… Unai.



[En Cartagena, a lunes 9 de Mayo de 2016 (al otro lado del cristal acaba de empezar a llover)]