Aquella mañana se despertó con una sensación muy extraña: la cabeza le pesaba mucho más que de costumbre. Era como si el cráneo le hubiera aumentado de tamaño o alguien lo hubiera llenado de piedras durante la noche. Se palpó intentando localizar el problema, pero no notó nada raro. Todo aparentaba estar como siempre. Al menos, por fuera, así lo parecía.
Había tenido un sueño muy agitado y, como consecuencia, apenas había pegado ojo. Tal vez era por eso que le pesaba tanto la cabeza. Su cerebro había funcionado ininterrumpidamente durante demasiadas horas seguidas, de modo que los pensamientos y recuerdos generados durante el día no habían sido sometidos durante la noche a tratamiento alguno de organización, almacenamiento o reciclaje. En lugar de dormir y descansar, su mente, poco acostumbrada a perderse entre imaginaciones y pensamientos abstractos, había pasado la noche entera intentando escapar de una maraña de terribles e insólitas pesadillas. Había soñado cosas que nunca antes había imaginado. Horrores inteligibles cuyo origen desconocido le provocaba una angustia que no era capaz de describir. Escenas, personajes y situaciones que le dejaron entrever una parte de sí mismo que aún no conocía del todo, una zona oscura y terrible que acechaba escondida en algún rincón de su desconcertada mente: masacres, torturas, exterminio, destrucción, violencia, persecución, odio, egoísmo, miseria, crueldad, hambre, fanatismo, racismo, enfermedades, guerras, cárceles, manicomios, violaciones, extinción… Y todo cuanto soñó debería ocurrir en el interior de enormes ciudades en forma de laberinto donde una sociedad completamente enajenada y enferma se retorcía sobre sí misma en una agónica e interminable escena apocalíptica…
Los primeros rayos del sol se llevaron consigo los terribles sueños de la noche. Poco a poco, su complicada mente volvió a sentirse segura en esa realidad sensible a la que estaba tan acostumbrado. Sus ojos podían ver con claridad los cuerpos sólidos y estables que componían el universo de la materia. Al mismo tiempo, su cerebro, cada vez menos confundido, volvía a experimentar la satisfacción de ser dueño de sí mismo. Estiró los brazos hacia el techo y un profundo bostezo puso en marcha todo su cuerpo. Se levantó, miró alrededor y vio que su familia aún dormía. No quiso despertarlos, así que decidió salir a dar un paseo y tomar un poco el aire. Al llegar junto a la salida, miró desconfiado hacia el exterior. Quería estar seguro de que ninguno de los horrores de la noche había conseguido escapar de su cabeza para atraparlo durante el día. Tras contrastar dificultosamente la realidad con los sueños y comprender que nada de aquello iba a suceder, se armó de valor y salió.
El día era maravilloso. Los pájaros cantaban entre las ramas de los árboles y un nuevo amanecer se abría paso entre las sombras del bosque. La hojarasca crujía bajo sus pies y el rocío de la mañana empapaba su piel como el sudor fresco y agradable de la tierra. Vio algunas huellas y excrementos de animales nocturnos. Restos de esa vida que seguía su curso mientras su especie permanecía dormida. El murmullo del río que cruzaba aquel hermoso paraje no tardó en dejarse oír. Y, muy pronto, la dulce melodía de sus aguas lo invadió todo con un enjambre de luz y gotas brillantes. Al llegar a la orilla, se agachó sobre aquel espejo limpio y cristalino, cogió un poco de agua con sus manos y bebió repetidas veces. Cuando terminó, las ondulaciones de la superficie se fueron calmando hasta dejarle ver, en una imagen nítida y transparente, su propio rostro reflejado en la superficie.
“¡Qué alivio!”, pensó al ver su cara llena de pelo, las cejas prominentes, su frente arqueada hacia atrás en una típica forma simiesca. Tan sólo seguía siendo un homínido, un homo ergáster, casi un australopithecus, aún. Un ser capaz de proyectar en su mente algunas abstracciones sencillas, algunas herramientas que más tarde fabricaría, algunas emociones y sentimientos hacia otros miembros de su grupo. Un ser primitivo y salvaje, en el mejor de los sentidos. Una mente elemental y unas manos incapaces de llevar a cabo todo cuanto pasaba por su cerebro. Era un ser no humano que empezaba a sentir en lo más profundo de su alma, a la tenue luz de una razón incipiente, los ecos de una humanidad que algún día, dentro de mucho tiempo, cubriría con su locura toda la faz de la tierra. Pero, por suerte, aún tendrían que transcurrir casi dos millones de años para que los hijos de los nietos de sus descendientes, los homo sapiens, hicieran realidad los sueños y pesadillas de aquel fascinante hombre mono.
Fotografía de Enric Mestres
Un relato inspirador y revelador. Los gorilas esquizofrénicos hemos acabado por ser plaga en el mundo.
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