Hoy me he despertado pensando en una de
esas cosas que uno piensa cuando no duerme ni bien ni suficiente: “la realidad
es, en última instancia, una construcción lingüística”, me he dicho, “de modo
que prepararé café y meditaré sobre ello”.
He tardado treinta y seis años en darme
cuenta de algo que ahora me parece una obviedad. Sabiduría popular en estado
puro. El lenguaje es una gran fábrica de mundos extraordinarios… por eso las
palabras, ahora y siempre, son tan importantes. En mi caso, el nominalismo ha
llegado mucho antes que el milenarismo.
Hasta hace tan sólo unos meses, todos
los días subía y bajaba las “escaleras” de casa sin fijarme mucho en los
detalles. Ahora todo ha cambiado y los detalles llenan el paisaje. Para
empezar, ya no subo o bajo por las “escaleras” sino que lo hago por la
“calala”. En ambos casos, antes y ahora, llegaba al mismo sitio, pero el camino
y las personas que lo recorren son muy distintos… Tan sencillo como cambiar una
palabra y ver cómo todo se transforma con ella. La realidad se construye cuando
la nombramos.
Otra de las cosas que han cambiado
durante los últimos meses son mis despertares. Antes, una de las primeras cosas
que hacía por las mañanas era ponerme los “calcetines”, vestirme, asearme y
desayunar. Ahora me pongo unos “cotes” y, creedme, la sensación es muy
distinta. No sólo dan un calor diferente sino que también lo pintan todo de un
color muy distinto. Hasta cambian los sabores, cuando llevas “cotes” donde
antes llevabas “calcetines”.
Hablando de sabores, ¿sabéis cómo ha
cambiado el sabor de las “patatas” desde que las llamo “papatas”? ¡Es
increíble! Sabor, textura, palabras… “papatas”.
Lo mismo me pasa con los yogures o con
la fruta. He descubierto una palabra cuya polisemia es capaz de abarcar un
abanico casi infinito de sabores: “cocos”. Pocas veces la metafísica ha
alcanzado una categoría donde entren tantos estados del ser. Cualquier yogur
puede ser de “cocos”, no importa que sea natural, de fresa o de limón. Todo eso
es secundario. Y cuando bajo a la frutería a comprar naranjas, peras, plátanos,
manzanas o mandarinas, lo que realmente estoy haciendo es ir a por “cocos”. Las
diferencias que hace el frutero a la hora de pesar y cobrar la fruta tan sólo
son una ficción fruto de esta sociedad enferma que pone unos límites tan
estrechos a nuestra mente.
Otra polisemia que he descubierto
recientemente es la de la palabra “cose”, que vale tanto para referirse a
“coche” como a cualquier otra “cosa” indeterminada. Y qué decir de la palabra
“quesé”, que originariamente significaba “queso” y, aunque parezca increíble,
también vale para “coche”.
La “lavadora” no sólo ha cambiado de
nombre sino también de función: ahora se llama “lalala” y sirve para guardar en
su interior cualquier cosa, sobre todo “papatas” pero también latas de cerveza,
cucharas o “cocos”.
Cuando no hay ninguna diferencia entre
una “pelota” y una “pilé”, entre ambas palabras cabe toda una galaxia de
fascinante inocencia y fantasía…
“Sus”, “tete”, “pepé”, “pipe”, “elo”,
“yaya”, “peses”, “nops”, “sis”, “pan”, “cucu”, “can” y “pako”, por ejemplo, son
otras de las muchas palabras que últimamente dan forma a mi mundo. Un mundo que
nunca antes había imaginado. Un mundo donde un “globo” puede ser un “golo” y lo
lógico es llamar “cunis” a las ceras de colores.
¡Ah, y lo más importante de todo! Ya no
soy del “Athletic”: ahora mi equipo es el “Athletos”. El himno suena igual y su
escudo es el mismo, pero… ¡la diferencia salta a la vista!
Así de volátil es la realidad. Tan
efímera como una palabra y tan inmaterial como una idea. Y así de transformado
está mi mundo desde que he aprendido a llamar a las cosas por tu nombre… Unai.
[En Cartagena, a lunes 9 de Mayo de 2016
(al otro lado del cristal acaba de empezar a llover)]