A pesar de la evidente falta de
oxígeno que comenzaba a entorpecer sus movimientos, aquellos peces recién
salidos del agua afrontaban con esperanza el comienzo de una nueva vida en
tierra firme. Hacinados en el interior de una sucia caja de plástico, sin más
confort que el propiciado por el roce entre sus resbaladizas escamas, aquellos
animales marinos de cuerpo fusiforme y sencillo sistema nervioso hablaban sin
parar acerca de su inminente futuro. Un futuro que, paradójicamente, comenzaría
en el instante de su propia muerte.
—¿Alguien sabe a dónde nos llevan?
–preguntó uno, alzando la voz, desde lo más profundo de la caja.
—Dicen que van a darnos trabajo –respondió
otro desde más arriba, ligeramente mejor informado que el resto debido a su
posición privilegiada.
—¿Trabajo? ¿Dónde? –se oyó
preguntar desde un rincón indeterminado.
—En una fábrica de conservas. Ofrecen
buen sueldo, horario por turnos, buenas condiciones de trabajo, vacaciones
pagadas, alta en la seguridad social… todo según convenio y debidamente
ajustado al Estatuto de los Peces Trabajadores. ¡Un chollazo! Y más teniendo en
cuenta que sólo somos peces sin cualificar, y no humanos con formación
profesional o universitaria.
—Vamos, un trabajo serio, no como
los que solemos hacer por ahí abajo. Ya sabéis lo que se dice de tierra firme:
aquí todo está mucho más avanzado. Hay derechos y una Constitución donde vienen
escritos esos derechos. Y, lo más importante de todo, aquí fuera nada se
escribe sobre papel mojado.
—Además, se dice que es una
empresa bastante respetada dentro del sector –comentó un pez gordo con voz
grave y ojos saltones; hermoso ejemplar de pescadería, por cierto.
—¿Qué sector? –preguntó, un tanto
aturdido por la presión sobre su cuerpo, un delgaducho pececillo despistado.
—El sector de las conservas. Lo
acaban de decir hace un minuto. ¿Es que no te enteras?
—¿Conservas? ¿Y qué es lo que
conservan?
—¡Qué sé yo! Imagino que
conservarán alcachofas, espárragos, champiñones, tomates, aceitunas, melocotón
en almíbar… y todo eso. Frutas y verduras, fundamentalmente. Productos de la
huerta, sobre todo. Tampoco tengo demasiado claro qué es lo que comen los
humanos, pero, teniendo en cuenta que antes de ser lo que son eran monos
vegetarianos que le tenían un terrible miedo al agua, supongo que se
alimentarán de ese tipo de cosas.
—¿Monos vegetarianos? Vaya… ¿y
cómo sabes eso?
—Tengo algunos estudios. En su día
hice el Bachiller. Y pensaba estudiar Filosofía y Letras. Pero ocurrió que, una
mañana, me desperté rodeado por miles de huevos y, sin darme ni cuenta, solté
un chorro de esperma que terminó fecundando a un buen puñado de ellos. Fue un
acto reflejo. No sentí casi nada, la verdad. Pero a las pocas semanas nacieron
varios cientos de hijos de los que tuve que hacerme responsable, de manera que empecé
a buscarme la vida para sacar adelante al mayor número posible de aquellas
criaturas y, claro, ya no pude dedicarme a estudiar una carrera… A pesar de los
esfuerzos y sacrificios que hice, sólo sobrevivieron cincuenta o cincuenta mil
de aquellos pequeños animalillos, ahora mismo no estoy seguro. Los peces no
recordamos ese tipo de cosas, ya lo sabréis por propia experiencia… Creo que,
hoy día, casi todos andan por el Atlántico norte. Son buena gente, según dicen.
Buenos peces. Al menos esas son las últimas noticias que tengo… De su madre
nunca se supo. Dejó aquellos huevos en mitad de mi camino y se largó sin decir
siquiera adiós. Pensándolo bien, creo que me habría gustado haberla conocido…
El homo sapiens que transportaba a
los peces dejó la caja sobre el suelo, junto a otras cajas también llenas de
peces. La empujó hacia una pared, se giró sobre sus pasos y empezó a caminar
por donde mismo había venido.
—¡Eh, tú! ¡Jilipollas! ¡Pon más
cuidado! –gritó molesto un pez con barba y pañuelo palestino –. ¡Si vuelves a
repetirlo te denunciaremos ante el sindicato! ¡Somos peces, no mercancía!
Algunos peces aplaudieron y
vitorearon aquellas palabras mientras que otros, la mayoría, miraron a aquel
pez con cierto recelo y rechazo. “Se creerá mejor que nosotros”, pensaron. Y, a
partir de ese momento, dejaron de verlo como a uno de los suyos.
—¿Sabéis lo que haré cuando me den
mi primer sueldo? –comenzó a decir un apuesto pez impecablemente vestido –. Me
presentaré con la nómina en un banco humano, no de peces, que ya sabemos lo que
se cuece en ellos, y pediré un préstamo para comprarme una casa. Aquí, en
tierra firme, fuera del agua. Ya estoy harto de tanta humedad, de las gaviotas,
de las redes, de las manchas de fuel… Yo quiero vivir como viven las personas,
en una casa cómoda, con jardín y piscina, a ser posible; una esposa humana, un
coche, un perro y una televisión de plasma para poder ver el fútbol. Y no me
importará matarme a trabajar como un pez para vivir como un humano. Aunque no
lo sea. Porque, tal vez, si vivo como ellos, olvidaré quién soy y creeré ser quien
nunca podré ser. Si los humanos lo hacen, yo también puedo hacerlo. Porque, a
fin de cuentas, ¿qué importa, y a quién le importa, lo que hay detrás de las
apariencias? Lo único que importa es parecer feliz aunque no tengas, realmente,
ningún motivo para serlo…
Todo eso, y algunas cosas más,
estaba ocurriendo cerca del puerto, bajo la luz amarillenta de las lámparas
eléctricas, sobre las losas empapadas del suelo, entre el olor inconfundible del
salitre que se filtraba por las branquias de aquellos relucientes cuerpos
agonizantes… Los peces morirían sin remedio y los pescadores ganarían un sueldo
que les alejaría, durante algún tiempo, de una irremediable muerte que también,
algún día, convertiría sus cuerpos en cadáveres y los haría desaparecer para
siempre. La misma eternidad que esperaba a los peces esperaría también a los
humanos, así como a todos los seres existentes en todos los multiversos
posibles. Peces proletarios en el mundo de los humanos, peces humanos en un
mundo obrero, humanos trabajadores en el mundo de los peces, humanos con forma
de pez dando vueltas y más vueltas en el interior de una gigantesca pecera
membranosa rodeada de inalcanzables universos paralelos…
Poco a poco, el suelo de la lonja
se fue llenando con otras cajas como aquella. En cada caja, cientos de
historias. Y entre todas las historias, una misma esperanza: ser peces obreros
en el mundo de los humanos. O, dicho de otro modo, sobrevivir como humanos, día
tras día, habitando un mundo de peces.
FIN